Como hace poco más de ciento cincuenta años, un fantasma recorre el mundo y, aunque atemoriza también a las poblaciones bienestantes, no es el del comunismo anunciado entonces por Marx y Engels en la primera edición del Manifiesto de la Liga de los Comunistas. Hoy se trata de un virus identificado apenas hace unos meses --lo que no significa forzosamente que se trate de un nuevo virus-- y que ha recibido el nombre de SARS-COV2. Un virus que pertenece a la gran familia de los coronavirus que, desde su descubrimiento en 1960, cuenta ya con unas cuarenta variantes, siete de las cuales se han asociado a enfermedades humanas como el resfriado común, el SARS o el MERS. Un virus al que se considera causante de una entidad nosológica aparentemente nueva denominada COVID-19 que se asemeja a otras infecciones respiratorias.
Debido a las limitaciones de la información disponible, las valoraciones sobre la gravedad y el impacto del problema han de ser forzosamente provisionales y bastante cautelosas. Estas limitaciones tienen que ver con el poco tiempo transcurrido desde que la situación ha despertado el interés de la comunidad científica y sanitaria y con la complejidad de la mayoría de las epidemias de enfermedades transmisibles anteriormente desconocidas.
Por lo que sabemos, las personas infectadas por el virus desarrollan cuadros respiratorios de gravedad variable que van desde la carencia de síntomas (cuadros asintomáticos) hasta la muerte. Es difícil calcular con mucha precisión la proporción de muertos entre la población afectada (la letalidad). Entre otras cosas, por la dificultad que entraña hacerse una idea del total de afectados si incluimos en ellos a todos los infectados, pues una proporción de ellos (todavía indeterminada) no ha tenido ningún síntoma, por lo que pasarían desapercibidos, no se contabilizarían en el denominador, lo que sobre-estimaría la letalidad. En cualquier caso, la estimación actual de la letalidad ronda el 2%, mucho menor que la atribuida al SARS o al MERS.
Por lo que parece, la infección es más patogénica; es decir, causa alteraciones observables --y no sabemos si también más frecuente como infección asintomática-- en los grupos de población de mayor edad. Aunque no es despreciable la proporción de personas que sufren los síntomas de la infección y no padecen otros problemas de salud concomitantes. De hecho, se dice que hasta una tercera parte de los casos mortales no padecía otros trastornos de salud de relevancia.
En cuanto a la transmisibilidad y a la capacidad de difusión parece que es bastante elevada si tenemos en cuenta la cantidad de países en los que se ha encontrado. Aunque según las estimaciones más conservadoras, es posible que cada infectado por el virus no consiga contagiar siquiera a dos personas, lo que se denomina R0 número básico de reproducción. Tal vez pudiera ser más alto como sugieren las estimaciones de algunas tasas de ataque (proporción de incidencia) situadas cerca del 50%; es decir, que la mitad de los expuestos al virus acabaría infectado. De todos modos, para interpretar el significado práctico de esta medida necesitamos saber cuántas de las personas infectadas permanecen asintomáticas o solo padecen síntomas leves. A idéntica capacidad de difusión, el impacto de una epidemia depende de la gravedad de los casos. Obviamente, un problema muy contagioso es menos preocupante si sus consecuencias son más leves que si no lo son.
También es importante saber durante cuánto tiempo una persona infectada puede convertirse en fuente de contagio para otros. Y cuáles son las vías de contagio más productivas en situaciones habituales. Que las lágrimas o el líquido cefalorraquídeo puedan estar contaminadas no tiene mucha importancia práctica para la difusión masiva de la infección. En algunas enfermedades infecciosas como el sarampión, la persona infectada puede contagiar el virus justo antes de manifestar ningún síntoma pero no parece verosímil que pueda contagiar una persona que no vaya a desarrollar ningún síntoma. La importancia epidemiológica de esta característica, si es que se confirma, dependería además del grado de probabilidad de un eventual contagio y de la vía de transmisión preferente en este caso.
Aunque parece tratarse de una epidemia real, tampoco está definitivamente descartado que el agente etiológico sea realmente nuevo; es decir, que haya aparecido ahora en nuestro planeta por primera vez. Si bien es cierto que nunca antes se había detectado y reconocido el SARS-CoV-2, ello no significa que no hubiera existido anteriormente y, si ese fuera el caso, que no anduviera pululando por doquier. Por lo que parece, ya se ha podido averiguar que el mercado de Wuhan no ha sido el único origen.
Comprobar si realmente es un nuevo virus y, sobre todo, si la mutación que lo ha originado se ha producido únicamente en China es capital. Porque, si resulta, que ya existía en otros países, encontrarlo en Corea, en Italia, en Canarias o en Sevilla, no significa forzosamente que la epidemia se esté extendiendo, que es lo que nos aterroriza, exageradamente, dicho sea de paso.
Tampoco sería la primera vez que se toma como nuevo un microorganismo antiguo. Recordemos que el primer brote epidémico reconocido de la Enfermedad de los legionarios se atribuyó inicialmente a una bacteria nueva que poco después supimos que de nueva no tenía nada. Simplemente no la sabíamos reconocer. En el caso de los coronavirus podemos recordar también que no fue hasta los años sesenta del pasado siglo que se descubrieron, aunque su existencia en la biosfera sea mucho más antigua.
Por otro lado, hay que considerar las pruebas sobre la eficacia de algunas de las medidas adoptadas como las cuarentenas o incluso la utilización de mascarillas. Y ya no hablemos de la xenofobia que en este caso es del todo indiscriminada, dada nuestra incapacidad para reconocer por su apariencia a las personas que podrían convertirse en fuentes de contagio. Iniciativas más bien fetichistas o supersticiosas, que proporcionan una falsa seguridad y lo que es peor, provocan más perjuicios que los que son capaces de evitar.
Seguramente los factores socio-políticos tengan mucho peso en la evolución del episodio. Tal vez las autoridades de la República Popular China prefirieron inicialmente comunicar unos acontecimientos que no acababan de comprender para ganarse la credibilidad ante Occidente, aunque hay quien dice que no lo querían hacer y que incluso censuraron al oftalmólogo que finalmente falleció infectado. Por otra parte, el conflicto de Hong Kong desde donde, como es comprensible, aprovechan la ocasión para atacar los continentales hace muy difícil averiguar qué pasó realmente.
En este sentido el papel de los medios de comunicación social ha sido determinante. De modo que se puede considerar que han sido los principales agentes de la difusión de la epidemia de miedo que se ha extendido como el fantasma del manifiesto comunista. Y no se trata de culpabilizar al mensajero a pesar de que el papel de las autoridades sanitarias, con alguna loable excepción como la de María Neira, haya sido demasiado contemporizador con una forma de tratamiento de los datos que en ocasiones parece haber violado incluso el derecho a la privacidad y la ley de protección de datos tan reivindicada en otros casos. En honor a la verdad algunos periodistas --Milá, Cuní, Francino-- también han hecho públicas sus críticas al tratamiento mediático del asunto, aunque sin apenas consecuencias.
Contemplado fríamente, resulta comprensible el interés de los medios por satisfacer la curiosidad morbosa de sus clientes y también la cautela de las autoridades políticas cuando afirman que, aunque la situación no es preocupante, están preparados por si empeora, puesto que de otro modo seguramente pondrían en peligro sus puestos de trabajo. Sin embargo, por lo que se refiere a los políticos seguramente esto sea una mera ilusión, pues si la percepción epidémica se sigue extendiendo ni siquiera las medidas más espectaculares y folclóricas conseguirán protegerles de las críticas. Y lo peor es que tales actitudes --la de los medios y la de las autoridades-- contribuyen a fomentar unas reacciones no solo inútiles sino más perjudiciales que la propia infección.
Lo que está muy claro es que el miedo crece y se extiende y, si bien nos ha sido útil en épocas pretéritas --cuando había que salir pitando amenazados por algún depredador-- ahora nos ofusca y distorsiona. Bueno, lo que nos perjudica realmente es no saber gestionar sensatamente el miedo y la incertidumbre, con la vana ilusión de que siempre es mejor hacer algo que pensar en si lo que hacemos tiene o no sentido. Lo que nos hace muy vulnerables, sobre todo a quienes estamos acostumbrados a que la vida nos trate mucho mejor que a aquellos que realmente están expuestos, como ocurrió con las epidemias de Ébola que entre nosotros suscitaron grotescas extravagancias. Nos encontramos ante la paradoja de la sobreprotección que refleja cómo los más privilegiados somos más susceptibles a perder la cordura por el miedo.
Así pues, más que medidas más o menos sofisticadas de salud pública, lo que nos hace falta es aprender a aceptar y prevenir los infortunios, hacernos más críticos y, con ello, más exigentes y quizá más resilientes. Una reacción que, desgraciadamente, no parece vislumbrarse en el horizonte.
Andreu Segura
Epidemiólogo jubilado.
Vocal del Comitè de Bioètica y del Consell Assessor de Salut Pública de Catalunya.
Editor invitado de Salud Comunitaria de Gaceta Sanitaria.
Coordinador de los grupos de trabajo de SESPAS sobre Etica y Salud Pública y sobre Iatrogenia
Médico especialista en Medicina Preventiva y Salud Pública.
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