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martes, 1 de diciembre de 2020

Una ley pospandemia para la sanidad española, por Javier Rey

Quienes han investigado la pobre respuesta de los Estados Unidos, el país más rico y dotado técnicamente, a la pandemia,  han señalado que “la fortaleza del liderazgo sanitario en un país, y la confianza de la población en su gobierno y sus dirigentes, es tan importante, si no más, que las capacidades técnicas” para que, mientras falten vacunas y tratamientos específicos, funcionen las medidas de salud pública necesarias ante una situación así (distancia social; detección precoz de contactos; confinamientos y aislamientos, mascarillas, etc.).


En España se ha producido también una pérdida de confianza en las instituciones que gobiernan la sanidad, que explica parcialmente la incertidumbre de la población española ante la pandemia. Sin embargo, no siempre ha sido así.

Pese al innegable retraso en su adopción, tras la declaración inicial del estado de alarma la confianza de la población en las medidas adoptadas por el Gobierno fue mayoritaria. El resultado, pese a su dureza, a la discutible extensión de algunas medidas, y a los ataques de los partidos de la oposición, fue el control momentáneo de la pandemia, cuya incidencia se redujo a cifras mínimas.

Finalizado el estado de alarma el 21 de junio, y tras perder los apoyos necesarios para su prolongación, el Gobierno central manifestó, sin embargo, motu proprio que a partir de entonces la gestión del sistema sanitario correspondía a las CCAA.

Este criterio parecía justificar que la intervención estatal sólo se debía al carácter extraordinario de las medidas adoptadas, que incluían limitaciones de libertades y derechos fundamentales; y no, por el contrario, al carácter extraordinario en sí mismo de la pandemia, cuya misma definición implica ser no sólo supra-autonómica, sino supra-nacional, e incluso supra-continental. Se reafirmaba así que el Gobierno del Estado, salvo para adoptar medidas excepcionales, es ajeno al gobierno de la sanidad, incluso en situaciones excepcionales como las actuales.

El propio Gobierno reforzó incluso este criterio con la atribución a las CCAA de la responsabilidad del manejo exclusivo de los fondos Covid para financiar el incremento de gasto sanitario provocado por la pandemia, sin ningún control por su parte sobre su utilización.

Pese a todo,  conforme fue evolucionando la pandemia se hizo evidente la necesidad de la intervención estatal, pues bajo la responsabilidad exclusiva de las CCAA ésta se había descontrolado a lo largo del verano. Todo ello ha derivado en la adopción de una Estrategia Nacional para la Covid 19, y la declaración de un nuevo estado de alarma, de seis meses de duración.

Las actuaciones previstas de la Estrategia Nacional, expuestas como ejemplo de “cogobernanza” del sistema, se caracterizan por llevarse a cabo por acuerdo entre el Gobierno y las CCAA. Sin embargo, esto no ha evitado el desacuerdo público entre el Gobierno y algunas comunidades, en especial en medidas relacionadas con nuevos confinamientos. Por su parte, la posible adopción de estas medidas por las CCAA mediante una modificación limitada de las leyes sanitarias, propuesta por el PP, ha sido ya rechazada por el Congreso.

Los diversos enfrentamientos y recursos incluso ante tribunales, en especial por parte de la Comunidad de Madrid, constatan que el sistema sanitario no dispone de estructura y mecanismos claros y eficaces para resolver situaciones de conflicto entre gobiernos sanitarios de distinto nivel. Todo ello provoca una indudable de pérdida de confianza de la ciudadanía en el gobierno del Sistema Nacional de Salud. 

Pero además, la pandemia ha puesto de relieve déficits estructurales manifiestos de los sistemas de información epidemiológica y de funcionamiento del sistema sanitario asistencial, defectos importantes de los sistemas de compras, y ausencia de mecanismos de garantía de igualdad en el acceso y libre circulación de pacientes en el SNS. Todos ellos  muestran carencias cuyo origen común estriba en la inseguridad jurídica de la distribución y el ejercicio de las competencias sanitarias tanto por parte del Estado como por las CCAA, como consecuencia de su interpretación desde la propia Constitución.

Si ésta atribuye al Estado la “coordinación general de la sanidad”, sin embargo su desarrollo ha sido especialmente limitado, y su interpretación reducida en la práctica desde la propia Ley General de Sanidad (LGS) de 1986 a la búsqueda de acuerdo entre las CCAA para adoptar cualquier decisión, sin ninguna capacidad ejecutiva real por parte del Estado en el funcionamiento del sistema sanitario. Una interpretación sostenida por todos los Gobiernos centrales desde entonces, independientemente del partido político en el poder.

Por su parte, ni la organización ni la financiación del sistema sanitario que se derivan de tal interpretación se sustentaron siquiera sobre una base legal expresa y razonada: las competencias ejecutivas en materia de Salud Pública se transfirieron a la totalidad de las CCAA antes de la LGS.  La regulación de la descentralización de la asistencia sanitaria tampoco se hizo en esa Ley, que se encontró con el traspaso ya hecho a Cataluña, en 1981 y, secundariamente, a Andalucía, en 1984. Fueron los intereses, principalmente  los económicos y organizativos de la primera, los que fijaron los límites de la coordinación y del modelo de organización subsiguiente del sistema sanitario, que no se completó hasta 2001.

De esos problemas de confianza, estructurales y de funcionamiento del sistema sanitario observados durante la pandemia deriva la necesidad de una nueva Ley General Sanitaria, que establezca una nueva organización y funcionamiento del SNS sobre una interpretación de las competencias sanitarias diferente, adecuada a su ordenamiento constitucional.


Javier Rey del Castillo

Portavoz de la Plataforma por el gobierno federal de la sanidad universal












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