1) INNOVACIÓN Las pandemias no son nuevas. El confinamiento,
sí.
Lo demuestran los precedentes históricos: es algo que jamás se había hecho, ni siquiera en la peor pandemia del último siglo, la gripe de 1918.
Lo demuestran también los documentos científicos analizados, como las directrices de la OMS y los planes nacionales ante pandemias: la posibilidad de un confinamiento domiciliario obligatorio no se contemplaba ni siquiera para pandemias mucho peores. En los buscadores de artículos académicos, como PubMed, el término lockdown no arroja prácticamente ningún resultado anterior a 2020. Sencillamente, era algo inconcebible.
Lo demuestran, por último, las declaraciones de expertos: el
epidemiólogo Neil Ferguson, uno de los responsables de la gestión británica de
la pandemia, admitía en una entrevista en The Times que el confinamiento era
algo que jamás se habrían planteado, de no ser por China; luego, cuando vieron
que Italia lo hacía, se dijeron que los demás también podrían hacerlo (WHIPPLE,
2021). Gauden Galea, el salubrista representante de la OMS en China, aseveraba
que el confinamiento de Wuhan era una medida sin precedentes, «ciertamente no
una recomendación de la OMS» (REUTERS, 2020). Y Stefan BARAL, epidemiólogo de
la Universidad Johns Hopkins, lo expresaba en términos contundentes: «De mis
diez años de formación en salud pública, no recuerdo la lección del
confinamiento» (BARAL, 2020).
El confinamiento sólo podía plantearlo un régimen despótico.
Cabe preguntarse qué habría pasado si, en vez de haber aparecido en China, el
primer brote hubiese surgido en algún país nórdico, o en otra democracia
consolidada. Nunca lo sabremos, pero es verosímil creer que jamás se hubiese
planteado la posibilidad de encerrar a toda la población en sus casas. Tampoco
sabremos cómo habría reaccionado el mundo, ni cuál habría sido la reacción de
las izquierdas, si el primer dirigente en encerrar a sus ciudadanos no hubiese sido
Xi Jinping, sino un mandatario denostado como Donald Trump, Jair Bolsonaro o
Vladímir Putin.
2) PROPORCIONALIDAD. El confinamiento es una medida sanitaria desproporcionada.
Aunque admitamos que está justificado para salvaguardar la
vida y la salud de la población, no supera el examen de proporcionalidad, ni en
el marco ético principialista ni en el marco jurídico internacional relativo a
la legislación de excepción. Es una medida extrema, que atenta contra la
intimidad de las personas y su libre desarrollo, a un grado sólo imaginable en
un Estado totalitario o una distopía de ciencia-ficción.
Una de las formas de demostrarlo es comparar los diferentes
modelos aplicados por los países, desde las medidas puramente voluntarias hasta
los confinamientos más estrictos como el de España, por mantenernos sólo en
Occidente. En el primer confinamiento, España destaca muy negativamente en
nuestro entorno, por no haber previsto mecanismos de alivio para la población
afectada, como la posibilidad de ejercitarse individualmente o de formar
unidades convivenciales extendidas. También se puede criticar la
proporcionalidad desde el punto de vista de la extensión en el tiempo y de la
indiscriminación geográfica.
Posteriormente, en el otoño de 2020 y el invierno de 2021,
España aplicó medidas más laxas que otros países y decidió que la posibilidad
de volver a encerrar a la ciudadanía estaba más allá de lo permisible para
luchar contra la epidemia, lo cual refuerza la conclusión de que el
confinamiento estricto es una medida desproporcionada.
3) PRECEDENTE PREOCUPANTE. El confinamiento sienta un precedente preocupante.
Jonathan Sumption explica, en la entrevista mencionada
(SAYERS, 2021), que nuestra condición de sociedad libre no depende sólo de la
ley escrita, sino de las convenciones, es decir, de un instinto colectivo sobre
lo que es correcto y no es correcto hacer. Hay muchas cosas que pueden hacer
los gobiernos pero que, por normal general, se acepta que no deben hacer. Una
de ellas era, hasta marzo de 2020, encerrar a la población sana en sus casas.
Esa convención ahora se ha roto. El jurista Adam WAGNER (2021) recuerda,
además, que cuanto más fácil es quitar una libertad, mayor será la tentación de
recortarla de nuevo en el futuro. Enfrentados a una nueva pandemia —que las
habrá—, o cada vez que se descubra un nuevo patógeno, o quizás cuando se desate
un problema de orden público o sobrevenga una catástrofe ambiental, ¿volveremos
a enfilar por la vía recta de los decretos de emergencia, la suspensión de
libertades y los encierros masivos? ¿Qué peligros nos depara la banalización de
los poderes de emergencia? En esta misma línea, LÓPEZ BARONI (2020) advierte:
«Si no se rectifica pronto y se adecúan las normas a situaciones como la
vivida, quizá algún día paguemos un alto coste por nuestra ingenuidad».
De cara al futuro, también adquieren especial tino las
palabras de Laura SALAMERO (2016), cinco años después. SALAMERO urgía a revisar
el marco jurídico español de las medidas sanitarias de emergencia. Para ello,
reclamaba incorporar a la normativa una serie de principios —análisis del
riesgo, cientificidad, precaución, proporcionalidad, igualdad y no
discriminación— que reflejan las consideraciones éticas y políticas de este
trabajo.
La observancia escrupulosa de estos principios debería
impedir la adopción de medidas desproporcionadas y extremas. Debería amparar
mejor los derechos de los ciudadanos en una sociedad democrática y plural,
integrada por personas libres, racionales y dotadas de capacidad de decisión.
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